Los toros dan y quitan

UBALDO TAPIA MARTÍN (1860 - 1913)

UBALDO TAPIA MARTÍN

Solo para efectos ilustrativos
Fotografía de 1910 de una capea en Rueda (Valladolid), España
Cortesía de la familia Cobos Marcos/ Sitio Web: http://.diputaciondevalladolid.es

El 17 de agosto de 1913, en el desarrollo de una capea en Rueda (Valladolid), encontraría la muerte el aficionado Ubaldo Tapia.

Fuente:
Crónica del erudito taurino, don Juan José de Bonifaz Ybarra, de su obra “Víctimas de la Fiesta”.

El 23 de enero de 2015, recibí un amable correo electrónico del historiador Rafael Gómez Lozano, donde me adjunta la digitalización de la revista taurina "Palmas y Pitos", número 23, del 25 de agosto de 1913, y donde en su página 3 apunta "Don Pepe": Las Capeas.- Un muerto y varios heridos: Ignoro si legalmente existen las capeas; pero que existen, no cabe duda alguna. Estaba en la creencia de que un ilustre Ministro conservador las había suprimido; y como persona y como aficionado, me alegraba de tan cuerda y plausible determinación. Como persona, porque la fiesta no puede ser más inhumana. Como aficionado, porque allí no hay arte ni escuela donde aprender los novatos, ni cosa que lo valga. Ved si no, sensata y reposadamente, lo que presenciamos el viernes último, los que fuimos al pueblo de Castilla la Vieja, que se llama Tudela de Duero. Tras de un viaje de una hora, de la hora de más calor del día, de dos a tres, cuando para que los pulmones sigan su ritmo vital es preciso que les empuje y les aliente la voluntad y la razón, llegamos al simpático y alegre pueblo en tumultuosa y retozona caravana, compuesta de mil y pico de locos. Visitamos brevemente el Casino, y de allí a la Plaza Mayor, al sitio donde se verifican las arcaicas y brutales fiestas. Empalizadas y tablados, en perpetuo equilibrio inestable, cobijan y soportan pacientemente a miles de pueblerinas y pueblerinos que, en conjunto abigarrado, chillón y mareante, aguardan la señal. Para que la fiesta tenga carácter oficial, allí están representadas todas las autoridades: la eclesiástica, por la Iglesia, que sostiene el más amplio tablado en su antigua fachada, y el cura del pueblo; la política, por la Casa Municipal (cuyos balcones ocupamos las personas de viso y los forasteros), el alcalde, el secretario, etc., etc.; hasta el orden, el mayor enemigo de tan brutales algazaras, tiene allí su representación en varias parejas de la Guardia civil. Y cuando llega la hora, y con la plaza llena de gente bebida, gente de movimientos tardos y torpes gracias al vino y a la falta material de espacio, sale a la desnivelada plaza un bicho de cuatro o cinco años, con muchas arrobas y mucha leña, y más sabiduría que leña y arrobas. Cuando apenas ha abandonado el toril, en su primera carrera ya ha herido a dos o tres infelices que pudieron muy bien pasar de esta vida a la otra, teniendo como último recuerdo la borrachera que tomaron por la mañana, el día de la función. El bicho, que se da cuenta de todo, y que conoce a este alcalde y al antecesor, se sitúa en una querencia favorable, que no abandona como no sea para dar ocupación al médico del lugar. Y así, un toro y otro, por la mañana, por la tarde y por la noche. ¿Es esto arte? ¿Debemos defender estas corridas los aficionados? Si sólo fuesen estos espectáculos, sosos, ridículos, de mojiganga, podrían tolerarse; pero es que las más de las veces resultan trágicos. El 16 de Agosto actual, murió, en la capea de Rueda, un pobre labrador, de cincuenta y tres años, Ubaldo Tapia Martín. En peñafiel sufrió Patricio González una gravísima herida, que no sabemos cómo terminará. Y en Tudela presenciamos nosotros unas cinco o seis terribles cogidas, de las cuales una tuvo consecuencias de importancia, siendo las otras, milagrosamente inofensivas. Hay que terminar con esto de una vez. Que muera en las astas del toro un profesional, es muy triste, muy lamentable; pero que muera un desdichado beodo inconscientemente, es un delito de lesa humanidad, un asesinato que perpetra quien, pudiéndolo evitar, no lo evita. ¿Qué es muy difícil cortar de raíz esta perniciosa costumbre? ¿Que por prohibir las capeas se alteró muchas veces él orden público? No; no es esto lo que sostiene tan afrentoso espectáculo, el cual, por sí solo, produce tantas víctimas como una grave epidemia. Es que la concesión es la dádiva que más agradecen nuestros embrutecidos pueblos y el recurso de más fuerza de que dispone un cacique. Y aunque nos vamos civilizando, sabido es que el carro del progreso no lleva la velocidad que los automóviles. Y no es por falta de caballos precisamente.