Los toros dan y quitan

LUIS SOLLEIRO (XXXX - 1989)

LUIS SOLLEIRO

Rejoneador
Obra del pintor Luis Solleiro
http://www.arcadja.com/auctions/es/solleiro_luis/artista/364154/

Refiere el cronista "Don Alcalino" en una brillante editorial llamada "Los Solleiro", que el diario La Jornada de Oriente le publicara el lunes 29 de julio de 2002, que: La tarde del domingo anterior (día 21), cuando el público desalojaba la México en medio de una tormenta, se reportó que una persona yacía en la boca de uno de los túneles de acceso a las gradas, aparentemente muerta. Era este aficionado un hombre de edad, y un infarto repentino lo había fulminado. Las indagaciones del Ministerio Público no tardaron en identificarlo como Antonio Solleiro, y de inmediato, la gente del toro asoció ese apellido con el de Luis Solleiro, que desde los años cuarenta firmaba garbosas estampas taurinas -reproducidas luego en la prensa o en boletos y carteles-, y que falleció también de muerte inesperada cuando presenciaba una corrida en la monumental de Morelia, allá por 1989. Pronto se supo que ambos hermanos compartían, con la desbordante afición a los toros, el gusto por la pintura, aunque sólo Luis la practicara profesionalmente. Así pues, los Solleiro crecieron juntos amando la misma fiesta, sintieron al unísono el impulso de trasladar al lienzo o al papel los lances de la lidia que más los impresionaban -y en ellos y con ellos a los toreros de su predilección-, y terminarían unidos también por el azar misterioso -desgracia o privilegio, según se vea- de una muerte inusual, ocurrida con trece años de diferencia en el mágico lugar donde se supone sólo pueden caer los toreros: la plaza de toros.

Un arte dentro de otro. Seguramente usted ha coincidido alguna vez en el tendido con personajes parecidos, que sacan punta a sus lápices como los mozos de estoques a las espadas de sus maestros allá abajo, en el callejón, y luego de ensimismarse en la contemplación del toreo se hunden sin vacilaciones en su liviano universo de trazos suaves para ir reproduciendo sobre el papel lo que fue arte efímero en la dura realidad de la arena. Yo he visto entregarse con naturalidad a este noble impulso a compañeros de localidad como Rafa Sánchez de Icaza o José Luis Ayala, pero también, en Puebla y en México, a personas cuyo nombre no indagué, y seguramente lo hacían por puro placer, como una de tantas formas de participación entrañable que sabe suscitar nuestra mal comprendida fiesta brava. Conservo, como un obsequio invaluable, alguna de estas espontáneas creaciones, y cuando intermitentemente regreso a ella, no es raro que descubra nuevos matices, tanto en el pintor como en el modelo. Precisamente, buscando obra de Solleiro me puse a hurgar en estos días entre boletos y carteles taurinos, y asimismo revisé los periódicos y revistas que solían publicar escenas de la corrida del domingo anterior bajo la firma de algún dibujante de prestigio -por lo visto, tan hermosa costumbre sólo persiste en nuestra Jornada nacional-; así, he podido confirmar los rasgos estilísticos que diferencian un Ruano Llopis de un Pancho Flores, pero también la evolución de la pintura taurina, y del toreo mismo, que va de Luis Gómez o Antonio Jiménez a Carreño, Navarrete, Rincón Gallardo, Reynaldo Torres, Reus, Reveles o Sánchez de Icaza, por no hablar de la extensa lista de cultores hispanos del apunte y la pintura taurinos, lista que incluye hasta al monosabio Fermín Vázquez, de servicio activo en la madrileña plaza de Las Ventas y uno de los más pintores más cotizados de la actualidad. Destinos paralelos. Pero el interés estético cedió al estremecimiento cuando di con los alegres colores de otro pintor que, como Luis y Antonio Solleiro, también encontró la muerte en el lugar de sus vivencias más intensas: la plaza de toros. Me refiero a Raúl Bassó, un yucateco cuyo desbordado amor por la tauromaquia encaminó tempranamente a la pintura, y más tarde lo indujo a probar fortuna como aspirante a torero. Para ganarse la vida combinaba lápices y pinceles con las banderillas y el percal de su función de subalterno, hasta que un novillo de Cerro Gordo acabó con su vida en el pueblo mexiquense de Santa Clara, el 30 de noviembre de 1969. Igual que los Solleiro, vida, esencia, amor y muerte se reunieron al final en la misma tela.